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Por Jordi Llisterri i Boix .
[Fotografia: G. Simón | Arquebisbat de Barcelona]

Me van a perdonar porque el sábado me fui a la cama disgustado. Molesto porque era previsible. Cuando tenemos hospitales al borde del colapso, cuando nos dicen que nos quedemos en casa, cuando tenemos un montón de empresarios y trabajadores desesperados, cuando la cosa está muy jodida, no es el momento de hacer una celebración religiosa convocando a 800 personas.

Es evidente que no había ningún impedimento legal para celebrar una beatificación en la Sagrada Familia este sábado. Aparte de la reducción de aforo y el estricto cumplimiento de las medidas higiene, la única limitación vigente era que no podían asistir personas de fuera del municipio.

Molesto porque la polémica anima una vez más a los que les falta tiempo para criticar la Iglesia. También tengo que decir que los primeros que me expresaron su perplejidad por WhatsApp eran personas católicas, apostólicas y romanas. Pero, ¿hay que soportar criticas razonables con argumentos irracionales o, como mínimo, indocumentados? Una vez más tenemos que volver a oír hablar de privilegios, de que la Iglesia no paga impuestos, del concordato franquista o de otras desinformaciones sobre el tema. Colas de tertulianos que hablan de la libertad de culto o de libertad religiosa como si fuera una herencia del régimen anterior y no un derecho universal. Derecho que además se regula para todas las confesiones, no para que los católicos puedan ir a misa. No es un derecho de los católicos, es un derecho de las personas.

Molesto porque en la era posttrumpista rápidamente saltan en Twitter las voces de los políticos que suben a la ola de la indignación como si és después que se dan cuenta de lo que ha pasado. Ni Generalitat ni Ayuntamiento pueden indignarse por unas imágenes de un acto previamente conocido, organizado con luz y taquígrafos, y con invitaciones institucionales. Y en la Sagrada Familia en plena alerta terrorista europea. No estamos hablando de una misa nocturna multitudinaria clandestina escondida, por ejemplo, en Puiggraciós que genera un escándalo cuando después se descubre que se ha celebrado. ¿A nadie se le ocurrió que no era el momento? ¿Que no se hablan? Quizás lo más grave de todo este caso es que pone una vez más de manifiesto que no hay una relación institucional que funcione entre la Iglesia i la administración pública. Y esto va en contra de la administración y de la Iglesia. Los antecedentes lo avalan.

La Iglesia debe ser ejemplar si quiere ser un referente social. El debate no es si se podía hacer o el acto en la Sagrada Familia, como si lo fue con la misa por los difuntos del mes de junio, cuando el número de asistentes a los actos religiosos se equiparaba erróneamente a los actos sociales. El debate es si era adecuado hacerlo. En este sentido ha habido recientemente ejemplos en esta línea. A principios de septiembre había previsto un funeral por el obispo Casaldàliga en Barcelona con amplia presencia institucional. Sin las restricciones actuales y con una ola de la pandemia que apenas empezaba a subir, se optó finalmente por celebrarla a puerta cerrada y por internet para evitar la movilidad y el contacto social. La próxima semana estaba prevista una beatificación en Manresa y sabiendo que no podría asistir a la gente de fuera del municipio se aplazó. Si se hubiera hecho, probablemente hubiera habido la misma polémica a nivel local. Pero con la Sagrada Familia el alcance es nacional.

Un derecho no se puede ejercer de forma que parezca un privilegio. Y esta es la imagen que ha transmitido la beatificación en la Sagrada Familia en un contexto de limitación de la movilidad social. Esto no quita que se hayan aprovechado una vez más para que vuelva a circular por las tertulias y las redes el tren que siempre va repleto de quienes critican a la Iglesia (hablando de una Iglesia de hace 50 años) o a todo lo que suena a religioso. Y para pedir se abran y cierren las iglesias como se abren y cierran teatros o restaurantes.

En realidad, ninguna limitación legal vigente tiene sentido en sí misma para contener la pandemia. Seguramente no nos contagiaremos por ir al teatro, a un restaurante, a misa o por estar a las 11 de la noche en la calle. Nos contagiamos más si nos movemos más, y nos contagiamos menos si nos movemos menos. Es bien sencillo. Al igual que nos contagiamos menos si se da la comunión en la mano y no en la boca y si todo el mundo se pone la mascarilla como toca. Los virus no entienden de creencias.

Me fui a la cama molesto el sábado por la noche y me volví a molestar domingo por la mañana escuchando la radio. Porque finalmente esto siempre se vuelve contra quienes sencillamente alimentan cada semana su fe en las parroquias, santuarios, conventos y comunidades que sostienen la red social de la Iglesia que luego es tan aplaudida por los mismos que claman en contra. Como si fueran dos cosas distintas

Nota: Horas después de publicar este artículo, ante el alcance la polémica, el arzobispado de Barcelona ha hecho bien publicando una nota pidiendo disculpas.

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