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Este día 8 de marzo es una nueva llamada a tomar conciencia de uno de los grandes retos que tiene planteada la humanidad: promover la dignidad de las mujeres y la superación de todas aquellas estructuras sociales, paradigmas mentales, actitudes, lenguajes y situaciones que, en todo del mundo, llevan al desprecio, la explotación, la invisibilización, los abusos y malos tratos y todas las diferentes formas de la violencia contra la mujer, o que impiden su plena participación social y que, a su vez, son un atentado al bien común.

Ante este enorme reto, la visión cristiana de la dignidad de la mujer, puede hacer, y ya hace, una gran aportación, a pesar de tratarse de una visión bastante desconocida o mal entendida.

De hecho, es probable que la concepción cristiana de la dignidad humana y, en particular, de la dignidad de la mujer, haya sido, en buena medida, el humus cultural del que ha surgido históricamente (al menos en gran medida) la conciencia contemporánea de la necesidad de promover la igualdad y la dignidad de las mujeres.

También es un hecho que la Iglesia (tanto la Católica como en general las Iglesias cristianas) ha sido históricamente, y es actualmente, uno de los grandes actores de promoción de la mujer, con su acción educativa, cultural, sanitaria, asistencial y social. Hoy día, infinidad de instituciones y colectivos cristianos desarrollan un ingente de trabajo de promoción y apoyo a las mujeres que sufren la pobreza, la exclusión, la explotación, el tráfico o la violencia, así como de reivindicación del reconocimiento del su papel clave en la sociedad.

A la vez, hay que reconocer que los cristianos a menudo han sido y son todavía infieles al mensaje del que son portadores y a las exigencias que conlleva la dignidad de la mujer. Esto sigue siendo hoy un enorme reto para la vida de la Iglesia y las comunidades cristianas, donde todavía las mujeres no disfrutan del espacio, el protagonismo y la visibilidad necesarios y que en justicia le corresponden. Aquí hay una llamada urgente.

Dicho esto, es importante en un día como hoy tener presente y reflexionar sobre la visión cristiana de la mujer. Para la fe cristiana, la mujer tiene una dignidad especial. En primer lugar, cree que fue en una mujer, María de Nazaret, en quien se produjo el hecho más decisivo y trascendental de la historia de la humanidad, donde se produjo la autorrevelación plena y definitiva de Dios, por su Encarnación, que mostró el sentido y el destino de la vida humana. María de Nazaret aceptó y asumir libremente el designio divino de acoger, gestar, dar a luz y ejercer la maternidad de Jesucristo, hombre y Dios a la vez. Por eso le llama "Madre de Dios" y no solamente madre del hombre Jesús. De tal manera que la fe cristiana ve en María, no sólo el modelo perfecto del creyente, que acepta y asume libremente el proyecto de Dios, que es un proyecto de amor, sino también la expresión concreta de la unión entre Dios y el ser humano, que constituye la máxima dignidad y vocación de toda persona.

Ya en la tradición bíblica, la dignidad de la mujer y su igualdad esencial con el hombre es subrayada de una manera muy potente. Esto se expresa especialmente en libro del Génesis, que relata la Creación del ser humano como "hombre y mujer", ambos creados igualmente a imagen y semejanza del Creador, los cuales son de la misma "carne" y llamados a unirse y convertirse en "una sola carne", a vivir recíprocamente uno para el otro en una comunión de amor. Pero al mismo tiempo, en su constatación del pecado original, ya denuncia como consecuencia grave la opresión de las mujeres ("él te querrá dominar").

Jesús de Nazaret viene a confirmar y, sobre todo, subrayar de forma extraordinaria esta visión profunda de la tradición bíblica. En efecto, tal y como lo presentan los Evangelios, Jesús fue un auténtico promotor de la dignidad de la mujer. Mostró una actitud de respeto y atención hacia las mujeres verdaderamente inaudita y revolucionaria en los parámetros culturales donde vivió. A lo largo de su ministerio público son múltiples las mujeres que sufren enfermedades y sufrimientos que son objeto de su atención o de su poder sanador (la mujer poseída, la suegra de Simón, la hija de Jairo, la viuda de Naím ...) , incluyendo las que sufren rechazo social (la mujer que sufría hemorragias, una samaritana, la mujer sorprendida en adulterio, la "pecadora pública" que lava sus pies ...) y con muchas de ellas mantiene diálogos esenciales para entender su mensaje (diálogos con la samaritana, con Marta ...). Las mujeres son frecuentemente protagonistas de las parábolas con las que expresa ideas fundamentales (las vírgenes sensatas, la viuda pobre ...), presentadas a menudo como modelo de la fe auténtica. Asimismo, Jesús cuestiona profundamente la discriminación y el maltrato que sufre la mujer en la sociedad, rechazando la legislación que autorizaba el divorcio masculino unilateral, defendiendo la igualdad de los esposos y su vocación de donación mutua, denunciando el deseo de tratar a las mujeres como objeto de placer ( "quien mira a una mujer deseándola, ya ha pecado en su corazón") y haciendo visible la hipocresía social que culpabiliza a menudo las mujeres de los actos masculinos de aprovechamiento ( "quien esté libre de pecado que tire la primera piedra" ).

A la vez, hay otro hecho bien notable, bastante conocido. Numerosas mujeres son seguidoras de Jesús y lo acompañan a lo largo de todo su recorrido. Y cuando la mayoría de los discípulos han abandonado Jesús, son ellas las que lo acompañan hasta el final en su muerte en Cruz. Son ellas las que se ocupan de su cuerpo a fin de darle sepultura y son precisamente ellas las primeras que, al llegar de madrugada al sepulcro y encontrarlo vacío, se les anuncia su Resurrección, y también las primeras en dar testimonio, entre las que destaca María de Magdala. Este protagonismo de las mujeres en la vida de Jesús nos resulta verdaderamente sorprendente y lleva un sentido bien profundo. Revela la especial sensibilidad femenina y la extraordinaria importancia de la singularidad de la mujer en el proyecto de Dios para la humanidad.

Así pues, del conjunto del testimonio bíblico y de la reflexión teológica emerge, por un lado, una imagen de la mujer en su dignidad trascendente, como ser creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, en su igualdad esencial con el hombre. De ahí la exigencia del reconocimiento de unos mismos derechos y oportunidades en la vida social, siendo radicalmente inaceptable todo tipo de dominación, exclusión, discriminación o maltrato.

Pero a la vez, la otra novedad esencial de la visión cristiana es que ve también la mujer en su singularidad, en su diferencia con el hombre. Una diferencia hombre-mujer que es biológica, psicológica y también espiritual, pues el ser humano es una profunda unidad de estas dimensiones. Esta diferencia hombre-mujer constituye un elemento esencial en la constitución de los seres humanos, que es un error pretender borrar, y que tiene un significado profundo. Como ha mostrado la teología cristiana, la polaridad hombre-mujer indica y apunta a la necesidad de la persona de encontrarse con el diferente, de aceptar el don específico del otro, a la comunión interpersonal. Es una diferencia que llama a la donación recíproca y, en último término, a la fecundidad, por la generación de nueva vida humana. Así pues, igualdad, diferencia, reciprocidad y fecundidad son los cuatro grandes principios que garantizan la verdadera dignidad de la mujer y, como ha subrayado el Papa Francisco, la preservación de la ecología humana y la armonía del mundo.

Un día como hoy es una buena oportunidad para revisar desde estos parámetros, en cada uno de nosotros o en las estructuras sociales donde participamos, qué actitudes y presupuestos profundos atentan o dificultan el desarrollo de la plena dignidad de la mujer y la su imprescindible aportación social.

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