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Marc Fumaroli
Marc Fumaroli

En el azar de mis actuales lecturas me he sumergido en un thriller socio-religioso de altos vuelos entre el jesuita aragonés Baltasar Gracián y el francés Jansenio, este último con su corte de seguidores como Port Royal, e incluso el Pascal de “Las Cartas Provinciales”, thriller que se mantiene en nuestros días solo que, con un giro, o inversión, que cabe etiquetar de copernicano. El autor del thriller es Marc Fumaroli, en su publicación “La extraordinaria difusión del arte de la prudencia en Europa. El ´Oráculo manual´ de Baltasar Gracián entre los siglos XVII y XX”, Acantilado 2019. 178 páginas.

La trama del thriller reside en saber si el cristiano, para serlo de verdad, debe componérselas con la realidad circundante, aun sin diluirse en ella y manteniendo su identidad, o, para no perderla, debe encerrarse en su mismidad, portadora de la única verdad, y situarse adoptar ante el mundo circundante con una actitud contracultural, dada la maldad reinante en el mundo.

La cuestión a dilucidad es esta: ¿cómo vivir en el siglo con honor y felicidad sin dejarse corromper y engañar por él? En el Oráculo manual Gracián apela al puñado de generosos que podrían dar testimonio a favor de la concordancia de la naturaleza y de la gracia, mientras que Pascal apelará al puñado de “libertinos” (“libertinos creyentes” los denominaría yo) convertidos al agustinismo de Port Royal, invitándoles a apostar por la gracia de Dios, la única capaz de decidirse por el bien y la salvación. Pascal hace un principio de conversión y de ruptura interior con el mundo civil y político, con Civitas Diaboli de San Agustín pues, tal ciudad, es obra de unos hombres pecadores, sea cual sea la forma institucional que ella adopte.

Gracián, por el contrario, (más allá de los jansenistas y de Maquiavelo, en otro registro) hace de este mundo civil, cuyas bajezas, e incluso ruindades, sondea, cuya perfidia desvela, la arena propiamente humana, entre tierra y cielo, dónde es puesto a prueba el temple de alma de los escasos mejores, la cuerda floja en que la virtud de los seres superiores, siempre en peligro de sucumbir, no avanza si no es con mucha prudencia, constancia, mérito y gracia hacia la gloria personal, e incluso la santidad.

En el Oráculo manual de 1647, que con la traducción al francés por Amelot con el título de L´Homme de Cour, en 1684, lo extendió por toda Europa, nos encontramos con “uno de los más atrevidos esfuerzos que se han intentado para enseñar a los laicos católicos cómo su ´tipo ideal´ puede atravesar en la práctica, singular e indemne, con estilo, el mundo civil, común y vil, de los modernos, y cómo, por medio del ejercicio ingenioso y victorioso de su libertad, puede hacerse digno burlando eventualmente al Demonio con sus propias armas”. (Fumaroli pp, 43-44)

En los tiempos de Gracián todavía era dominante la era de la cristiandad e incluso quienes, con la Ilustración y más (en Francia con Voltaire a la cabeza) ya trataban de superarla en pro de la autonomía humana, en nuestros días, ya a punto de concluir la segunda década del siglo XXI, las tornas han cambiado. Vivimos en los estertores de la era de la cristiandad, la era secular se ha extendido (particularmente por Europa) y, aunque ya apunta y emerge la era post-secular, la idea dominante es la del derrumbe de la cristiandad (en realidad de lo religioso y divino) y el apuntalamiento de la era secular como el pensamiento “políticamente correcto”. Basta asomarse a los medios de comunicación social, prensa, radio, TV y redes sociales, para constatarlo.

Roberto Calasso en su excepcional “La actualidad innombrable “, (Anagrama 2018), a quien sigo en estas líneas lo dice así: “La sociedad secular, sin necesidad de proclamas, se convirtió en el siglo XX, en el último cuadro de referencia para todo significado. La búsqueda de significados debiera limitarse al seno de la propia sociedad. Así nace y se postula el Homo saecularis que habla con muchas voces, con frecuencia divergentes. La que se hace oír principalmente es progresista y humanitaria. Aplica preceptos de herencia cristiana reblandecidos y edulcorados. Mezcla tibia y pálida, se combina, en sentido inverso, con el movimiento en curso en la propia Iglesia, que busca parecerse cada vez más a una entidad asistencial. El resultado es que los secularistas hablan con una contrición propia de eclesiásticos a la vez que los eclesiásticos quisieran hacerse pasar por profesores de sociología” (p. 21). Así pasamos de la secularidad como fenómeno sociológico al secularismo como principio fundante de la lata modernidad.

De nuevo Calasso: “El secularismo se define por vía negativa, ya que ignora y excluye de sí lo divino, lo sagrado, los dioses o el único dios. Una vez hecha esta recisión, todo puede ser excluido en el secularismo. Existe una forma eminente de este, que se distingue y quiere distinguirse claramente de todas las demás. Es el secularismo humanista, una modalidad del pensamiento que se ajusta a sus principios en grado no menor que las religiones precedentes. Responde de su fidelidad no ya a seres trascendentes, sino a un ente definido como humanidad. Por ello se siente en el deber, según Charles Taylor, que dedico a la Era secular cerca de un millar de páginas, de favorecer la “prosperidad”. Términos que, sin embargo, tienen un significado unívoco solo en relación con el producto interior bruto” (p. 45). Pues, añado yo, en todos los demás, el término “prosperidad” es polisémico.

En la actualidad, el desafío ya no reside en cómo ser moderno y autónomo como se planteaba en la era de la cristiandad, sino, bien al contrario, en cómo ser religioso en la era secular. Pues en la era secular se ha llegado al culmen de la razón y de autonomía humana. Lo dice el sociólogo catalán Salvador Giner, en un excelente libro, El porvenir de la religión. (Herder, Barcelona 2016), 160 páginas muy respetuosas con las creencias religiosas, donde tras señalar que “el avance del humanismo laico como parte esencial de la cultura y los valores de la modernidad es imperativo” (p. 100) sostiene esta afirmación: “Con toda sencillez, a quienes piensen que algo más grandioso, profundo y eficaz que el humanismo laico será la salvación les corresponde en puridad demostrarlo. No a quienes confían cautamente en él, así como en la ciencia, la racionalidad y la naturaleza como únicas soluciones para la superación común de nuestros males” (P. 104)

Como se ve, tanto en la era de la cristiandad, como en la actual, que yo etiqueto de secular y, ya, post secular, el dilema se mantiene como si dos entidades opuestas fueran: el mundo secular y el mundo religioso o trascendente. Tanto en siglo XVIII como en el XXI, el thriller se mantiene entre dos planteamientos opuestos, aunque en contextos muy diferentes. Por un lado, nos encontramos con los puristas, quienes defienden sea la sola trascendencia sea la sola laicidad o secularidad, convertida en secularismo. En siglo XVIII, limitándonos a los miembros de nuestro thriller, Jansenio o Pascal (sin olvidar a Maquiavelo en otro registro), frente a Gracián. En el siglo XXI, no le costara al lector poner nombre a personas, entidades, medios de comunicación etc., defensores de un cristianismo contracultural, falsamente salvador de nada, así como laicistas y secularistas que abogan por la exclusión sociocultural de lo religioso, cuando no su esperada (aunque resiliente) desaparición como residuo de un tiempo ya superado.

Por el otro lado, estamos los que pensamos que hay que vivir en la pluralidad de lo sagrado y lo profano, tanto en la vida personal como en la colectiva, en la vida cotidiana como en los proyectos vitales, reconociendo, con Schutz, la tesis de las realidades múltiples, tan bien expuesta y aplicada al ámbito religioso por Peter Berger. Lo explicito, en mi libro Morir para renacer, San Pablo, 2017, ver pp. 74 y ss. Además, si desterramos los purismos, hermanos de los fanatismos, tanto religiosos como seculares, y superamos las falacias y comodidades del pensamiento binario, el thriller puede concluir con un final feliz.

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