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¿Está todavía vigente jurídicamente la Constitución de 1978 en Cataluña? Y si todavía está vigente, en qué medida?

En mi humilde opinión como jurista, los acontecimientos políticos que se han producido en Cataluña en los últimos años y hasta hoy, han generado una mutación profunda del orden jurídico constitucional vigente, el cual debe ser reinterpretado mientras no se llegue a una salida política democrática a la problemática creada. Por mucho que los tribunales españoles se empeñen en ponerse una venda en los ojos como si nada hubiera pasado, el ordenamiento constitucional ya no puede ser interpretado ni aplicado jurídicamente de forma normal como se había hecho hasta ahora.

Ya afirmé esta tesis unos pocos días después de la consulta cívica del 9 de noviembre de 2014. Los hechos sucedidos desde entonces (la evolución de la opinión pública, las múltiples, masivas y reiteradas movilizaciones ciudadanas independentistas, los posicionamientos de los partidos políticos, las diversas iniciativas cívicas, los mismos resultados electorales y las reiteradas resoluciones del Parlamento de Cataluña) no han hecho más que profundizar esta situación y hacerla claramente manifiesta.

Creo que un jurista que, en lugar de quedar atrapado por una visión reduccionista y "positivista" del derecho o que sufra el error grave de confundir "derecho" con la Constitución, la entienda más bien como un ejercicio de recta razón y que observe la realidad honesta e imparcialmente, debería reconocer que nos encontramos ante una situación jurídica profundamente anómala, que impide aplicar de forma normal el derecho español en Cataluña como si nada hubiera pasado (o como si todo fuera un simple problema de orden público).

¿De dónde surge la fuerza jurídica de una Constitución?

Una Constitución, como ley (constitucional) es la norma suprema o fundamental de un ordenamiento jurídico, que establece y determina todos los poderes políticos de un Estado y de la que derivan el resto de normas jurídicas.

La norma constitucional nace por una decisión política unilateral del sujeto del poder constituyente. El poder constituyente es aquel poder o voluntad política que determina de qué manera debe existir y organizarse una unidad política, un Estado. Es decir, el poder constituyente es una voluntad existente, por tanto, algo real, un hecho político, no una entelequia teórica o jurídica.

De acuerdo con el principio democrático (que es hoy un principio ético fundamental de la política), el sujeto del poder constituyente no es otro que el pueblo, más exactamente un pueblo con conciencia y voluntad de existir políticamente como tal, lo que tradicionalmente se ha denominado "Nación" o también "Nacionalidad".

De la voluntad política de la Nación, es decir, del poder constituyente, deriva la fuerza jurídica de la Constitución. Por ello, la Constitución española dice que "la soberanía reside en el pueblo español" (art.1.2) y que la Constitución "se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española" (art.2).

Sin un pueblo español que actúe de forma soberana y sin una Nación española, la Constitución no tendría ninguna validez jurídica. O sea, la validez jurídica de la Constitución, lo que la hace vinculante, depende de un hecho político (la unidad del pueblo español), sin el cual no hay Constitución. El hecho político determina el hecho jurídico-político de una Constitución

La Constitución no crea ni constituye la Nación ni el Estado, sino que es justamente al revés. España no es "Nación indivisible" porque lo diga la Constitución (y menos para que lo digan y repitan algunos líderes políticos), sino que la Constitución no hace más que reconocer este hecho político. Y la Constitución existe mientras esta unidad política llamada España exista, sin división ni escisión. Mientras se mantenga este hecho político, la Constitución española existirá como tal Constitución.

Si una parte de este pueblo, por cualquier circunstancia, se convirtiera en una unidad política diferenciada (como ocurrió con todos los territorios españoles americanos y africanos a lo largo de los siglos XIX y XX), la Constitución dejaría de regir como tal Constitución en dicha parte. En definitiva, de lo político deriva el derecho constitucional. No al revés. Los juristas lúcidos lo saben y los jueces deberían saberlo y actuar en coherencia.

En definitiva, la Constitución no determina dónde reside la soberanía (esto sería un absurdo propio de un legalismo constitucional de quienes que viven el derecho como en una burbuja fuera de la realidad) sino que es la soberanía real la que genera una Constitución y su fuerza jurídica.

Por lo tanto, la Constitución no crea la soberanía y, por tanto, tampoco puede negarla a nadie. Es la realidad política la que muestra la soberanía como un hecho, que el derecho ha de reconocer.

En consecuencia, una Constitución no tiene su fuerza jurídica por el hecho de que se autodenomine Constitución, ni porque se haya redactado y aprobado de acuerdo con unas determinadas leyes anteriores, ni según unos determinados procedimientos legales, sino que su fuerza jurídica le viene del hecho político real de un pueblo que se constituye, que se autodetermina y que regula su forma de existencia política en un determinado texto legal.

La voluntad política de un pueblo no está sujeta a ningún procedimiento, ni a una ley constitucional vigente, sino al revés. (De hecho, históricamente, la inmensa mayoría de constituciones nacen por una ruptura con una unidad política o con un orden jurídico anteriores, y lo mismo podemos decir de los Estados). La cuestión es, pues, si existe o no esa voluntad política que sustenta una Constitución.

Otra cosa diferente (y aquí no voy a entrar en este punto) es si otros pueblos o Estados, sea por razones éticas o prácticas o por intereses, reconocen esta voluntad y la dejan existir o, por el contrario, la ignoran, la bloquean o suprimen por la fuerza.

La erosión del fundamento jurídico de la Constitución española en Cataluña

Es teniendo presente todo esto como creo que hay que leer el conjunto de hechos políticos que han tenido lugar en esta unidad política española. Estos hechos son claros.

Una parte ampliamente mayoritaria de la población de lo que la misma Constitución llama "nacionalidad con derecho al autogobierno" (art.3) y al que el ordenamiento jurídico reconoce "derechos históricos" (art.5 del Estatuto de Autonomía vigente ), afirma reiteradamente con claridad y de diferentes maneras, que es una Nación; afirma no restar vinculada por la Constitución española; afirma poseer un derecho anterior a esta Constitución, y expresa la exigencia de poder autodeterminar su existencia política como Nación, sin limitación constitucional previa. (No entro a juzgar las razones, pero estos son los hechos, gusten o no).

De tal manera que esta parte de la población ha dejado expresamente identificarse, reconocerse y, por tanto, de formar parte de la voluntad política que creó y que sustenta la Constitución española de 1978, voluntad que ha quedado esencialmente modificada. Ha dejado de existir en el territorio de Cataluña el sujeto político que daba existencia a la unidad política española.

La voluntad de autodeterminación de una nueva existencia política ha sido expresada de diferentes maneras, no solamente por repetidas y excepcionales movilizaciones sociales, y constatada en infinidad de estudios de opinión, sino también por los votos electorales a los partidos políticos que defienden esta voluntad , y ha sido formulada políticamente a través de reiteradas resoluciones formales y solemnes de la cámara de representación política que, de facto, pero también de acuerdo con la misma Constitución y el ordenamiento vigente, representa la "nacionalidad histórica" ​​catalana.

Así, entre otras muchas resoluciones, el Parlamento, en fecha de 23 de enero de 2013, acordó "iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir para que los ciudadanos y las ciudadanas de Cataluña puedan decidir su futuro político colectivo ", sobre la base del principio de que" el pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano".

Y en fecha de 9 de noviembre de 2015 aprobó por mayoría absoluta una resolución que "declara solemnemente el inicio del proceso de creación de un estado catalán independiente en forma de república", así como "la apertura de un proceso constituyente ciudadano , participativo, abierto, integrador y activo para preparar las bases de la futura constitución catalana ".

Así pues, el Parlamento, como órgano político de representación del pueblo de Cataluña, se situó claramente por encima y al margen del orden constitucional vigente, expresando la voluntad de existir políticamente de una Nación y autodeterminarse.

La anulación de todas estas decisiones por parte del Tribunal Constitucional precisamente deja constancia de la ruptura con el orden constitucional y de la "negación de la soberanía nacional del pueblo español", por parte de un poder que "se reclama depositario de soberanía" y con "dimensión constituyente". En esto, las sentencias del Constitucional aciertan plenamente.

El problema es que estas sentencias y su conclusión se hacen desde el dogmatismo constitucional, desde el que se pretende que la Constitución determine quién tiene o quién no tiene soberanía, en lugar de reconocer que el problema no se puede resolver jurídicamente con la simple imposición de la Constitución (al menos no interpretada como hasta ahora), porque ella misma depende de quién ostente realmente la soberanía.

El Tribunal, en un intento (nada despreciable) de dar el máximo valor al principio democrático, reconoce que es posible la "revisión total" de la Constitución, pero que esto sólo se puede hacer dentro de los procedimientos de revisión establecidos por la propia Constitución (aprobación de las Cortes Generales, referéndum, elecciones ...). Esto en realidad equivale a decir que la última palabra la tiene siempre el sujeto del poder constituyente que aprobó la Constitución de 1978 (el conjunto de ciudadanos del Estado español), cuando el problema es que lo que ha sido negado fácticamente en Cataluña es justamente la existencia y soberanía de este poder constituyente. Esto es lo que no ve, o no quiere ver, el Tribunal Constitucional.

(Un jurista nada sospechoso de independentista, como es el constitucionalista sevillano Javier Pérez Royo, en diferentes artículos al respecto, sitúa el problema aún en un punto anterior. Para él, la misma sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, que anuló parcialmente el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, el cual había sido refrendado por el pueblo de Cataluña, supuso de facto el derrumbamiento de la Constitución española en cuanto a su ordenamiento político territorial.)

En definitiva, los hechos políticos sucedidos en Cataluña suponen necesaria e inevitablemente una erosión de tal magnitud en la base política misma que sustentaba la Constitución española en este territorio que, a mi, juicio, ha dejado en suspenso su legitimidad y vigencia jurídica en Cataluña como norma constitucional, es decir, en tanto que norma de máximo rango.

Quiero ser preciso con esto: no se puede negar que la Constitución es norma vigente. No ha sido expresamente derogada (al menos por ahora) por ningún acto de soberanía de un poder constituyente alternativo. Es obvio que no hay otra constitución vigente ni se ha proclamado eficazmente la existencia de un Estado diferente. Por lo tanto, la Constitución sigue siendo una norma aplicable. Y esto es indudable sobre todo (pero no sólo) en cuanto a los contenidos que no son objeto de discusión por parte de nadie, especialmente los derechos y garantías fundamentales de los ciudadanos, los cuales, además, son compromisos jurídicos internacionales.

Ahora bien, ya no se puede afirmar que sea la norma de determinación del estatus político de Cataluña como nacionalidad, porque su fundamento se ha derrumbado. En particular, ya no es necesariamente la norma vinculante en cuanto al ejercicio del derecho al autogobierno ni la determinación del grado y nivel concreto de poder político del Parlamento de Cataluña.

Si esto es así, no tiene sentido (jurídicamente) la simple anulación de las declaraciones y decisiones que este Parlamento adopte por el hecho que hayan sido aprobadas fuera del poder otorgado por la norma constitucional vigente, porque esta norma ha perdido su legitimidad vinculante. Tampoco tendría fundamento jurídico la aplicación de medidas de restricción del autogobierno, ni menos aún lo tiene la imposición de sanciones penales sobre los miembros del Parlament, el Govern u otros órganos políticos, autoridades o funcionarios que actúen siguiendo las decisiones del Parlament, pues estas sanciones son aplicación de normas penales que derivan de la misma Constitución, la base de la cual se ha derrumbado.

Se ha creado así, en cierto sentido, un vacío legal ante una situación jurídica nueva, que todo tribunal de justicia debería reconocer. La autoridad jurídica del Tribunal Constitucional, como también la de todos los poderes políticos (legislativo, ejecutivo y judicial), que se derivan de la Constitución, han quedado trastocados (en relación a Cataluña), y se encuentran en una situación jurídicamente muy compleja y delicada. Si quieren actuar de forma recta, honesta, independiente e imparcial conforme a derecho (y no como simples funcionarios autómatas), ya no pueden actuar como lo hacían antes de producirse estos hechos.

Ante los litigios que se plantean vinculados a esta cuestión, los tribunales deberían examinar muy cuidadosamente si realmente tienen jurisdicción y, si realmente la tienen, reinterpretar la norma constitucional ante una nueva realidad política o bien decidir en equidad y de acuerdo con principios jurídicos generales (la Constitución no es todo el derecho), especialmente el principio democrático, mientras no se llega a una solución política y constitucional clara al problema planteado.

Pero hay que tener presente que el problema político y jurídico planteado, y esto es clave, no es un problema propiamente de contenido de la Constitución y, por tanto, lógicamente no es un problema que se pueda resolver simplemente o solamente con una reforma de la Constitución .

Lo que hay es un conflicto político de determinación de cuál es la Nación y quién es el sujeto del poder constituyente en Cataluña. Y esta cuestión sólo puede resolverse políticamente, sobre la base de la democracia, no por la imposición de normas jurídicas no legitimadas, que serían pura violencia en lugar de derecho.

Y es que la democracia no es sólo la vía para determinar qué debe decir una Constitución, sino también para determinar la cuestión previa de definir quien ostenta poder constituyente para vincular a un grupo humano (especialmente si es un grupo humano culturalmente diferenciado) que reside en un determinado territorio. La democracia es la única vía jurídica para decidir si este grupo humano debe mantenerse subordinado a un grupo demográfico más grande o si se le debe reconocer una voluntad de existir como pueblo soberano.

Ante esta apelación a la democracia, el TC afirma que el principio democrático no se puede desvincular de la "primacía incondicional" de la Constitución y que "no se puede contraponer legitimidad democrática a legitimidad constitucional". Ahora bien, la propia Constitución no es otra cosa que fruto de la primacía del principio democrático de la soberanía popular y es la realidad política de esta soberanía popular la que da fuerza jurídica a la Constitución y no al revés.

Si me lo permite el lector, lo diré en términos muy simples. Se suele decir y repetir desde el Gobierno central y otros líderes políticos, y muchos opinadores mediáticos, que "sin ley no hay democracia", y es cierto. Pero también es cierto que cuando la ley no tiene un fundamento democrático que la sustente, no es ley, es simplemente coacción.

Todos aquellos que reclaman que el Parlamento y el gobierno de Cataluña deben respetar el derecho tienen razón. Pero lo que sucede es que el derecho constitucional que hasta ahora era vigente, ha dejado de ser vigente y vinculante en Cataluña y que, en estos momentos, nos encontramos ante un vacío legal que sólo se puede llenar a través de una nueva realidad política, a la que hay que llegar de acuerdo con el diálogo y el principio democrático.

Podemos también expresarlo en términos más clásicos, como ya hizo Santo Tomás de Aquino. La ley, sólo es ley (y por tanto sólo es vinculante y digna de obediencia) cuando es justa y cuando deriva de autoridad legítima. Cuando no es así, la imposición coactiva de la ley equivale simplemente a un acto de violencia.

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