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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

La experiencia humana de Dios, la manera de pensarlo y de sentirlo, tiene una enorme repercusión en la vida. Nuestra limitación personal encuentra dificultades en captar al totalmente Otro, pero realizamos maniobras de aproximación. Nuestros filtros pueden distorsionar su imagen. El ego, en sus variadas formas y expresiones, crea sus iconos de Dios. Todos ellos no son más que construcciones idolátricas. Fabricamos un Dios a nuestra medida: juez, vengativo, distante… en este caso, el miedo y el temor anidan en nuestro espíritu. Dejamos de ser hijos para convertirnos en esclavos. No obstante, en nuestro interior existe la capacidad de sintonizar con Él. Cuando lo experimentamos, conectamos con la dimensión esencial del amor.

Oseas (11,1-4.8c.9), el primero de los profetas menores, desvela una imagen de Dios que se aleja de muchos textos veterotestamentarios. En el siglo VIII antes de Cristo, inmerso en una situación caótica en todos los sentidos, su voz profética resuena límpida y describe unos rasgos divinos, alejados de la ira y de la venganza. Dios no quiere imponerse por su fuerza ni por su superioridad, sino fortalecer la relación con los hombres y mujeres, pese a sus continuas infidelidades, con lazos de amor. Se trata del padre que enseña a caminar a su hijo, que lo toma entre sus brazos, que lo cuida con suavidad, que lo acerca a su mejilla, que le da alimento, que lo atrae con lazos de bondad… Oseas transmite la palabra del Señor: «No ejecutaré el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraim, porque soy Dios, y no hombre.» Ésta es la diferencia. El hombre, a impulsos de su ego, busca el triunfo, la venganza, la ira, el control… y crea una imagen de Dios en consonancia con su bajeza. Basta que tenga un instante de lucidez, en el que pueda sintonizar con la esencia, para vislumbrar la fuerza del amor. Sólo entonces es capaz de descubrir otra posibilidad.

Oseas anticipa en este texto el anuncio que Jesús realiza sobre su Dios y Padre. Escucharle atentamente, desentrañar el mensaje que encierran sus palabras, observar sus comportamientos… permiten acercarnos a Dios, que nos atrae con lazos de amor. No es tarea fácil. Nuestros esquemas mentales, distorsionados por el ego, nos impiden abrirnos a la esencia, que tan bien expresó Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn, 4,7-8). Estas palabras apuntan a la cima, pero verla, siendo un primer paso, no significa alcanzarla. Se requiere todo un proceso, a veces lento, que no trata de conquistar sino de dejarse seducir por el amor divino. Cuando se ponen en juego todas las dimensiones de la persona, que se deja atrapar por los lazos del amor, es posible que el atisbo se convierta en experiencia y que el texto de Oseas ilumine nuestro corazón.

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