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Ayer tarde asistí al funeral por el Padre Francesc Abel S.J., fallecido el pasado 31 de diciembre. La presencia de numerosas personas acompañando a la familia de sangre y a la familia jesuítica del Padre Abel dejaba constancia del reconocimiento de los méritos indiscutibles de su persona y de su tarea.

El Padre Abel fue médico, teólogo y jesuita, tres puntos de apoyo estrechamente enlazados que lo mantuvieron sólido a lo largo de su vida personal, espiritual y profesional.
Fundó el Institut Borja de Bioètica, primero en San Cugat, después, ya más recientemente, vinculado y ubicado en el área docente del Hospital de San Juan de Dios de Esplugues. Pionero en Europa como institución específicamente dedicada a afrontar con el espíritu del humanismo cristiano los retos de las nuevas y rompedoras aportaciones científicas, así como sus aplicaciones tecnológicas en el ámbito de la medicina y, por extensión, al de las prácticas y políticas sanitarias, el Institut Borja de Bioètica es un referente indiscutible que ha pivotado sobre el genio y el prestigio de su fundador. Un genio que en los parlamentos de su funeral se concentró en tres conceptos importantes: frontera, puente, diálogo.
He tenido el honor de colaborar con el Padre Abel, de empaparme de su erudición y de su sentido común. A mi entender, el genio del Padre Abel radica en un profundo espíritu universitario, la formación especializada de profesionales de la salud desde el espíritu humanista que brota del evangelio, con la apertura necesaria para encarar los nuevos retos y posibilidades de los avances científicos y tecnológicos, sin miedo y con sentido común.
Este espíritu hondamente universitario le hizo navegar por aguas no siempre plácidas, entra la lícita fascinación por las nuevas posibilidades tecnológicas de intervención sobre la vida humana, el legítimo recelo eclesial hacia sus aplicaciones y el peligro de vulneración de los derechos inherentes a la vida humana, a toda vida humana en todo su desarrollo, y el evangélico espíritu de escucha y de preocupación por los problemas reales de las personas concretas en este mundo difícil de la enfermedad, del sufrimiento y de la muerte.
Y pienso que el mejor homenaje al Padre Abel, y a tantos docentes universitarios que han desarrollado su tarea con intensidad y coherencia, es recoger el relevo, en cualquiera de los ámbitos donde se desarrolle la tarea universitaria. Porque la Universidad debe ser el espacio privilegiado de formación de los futuros profesionales, personas cualificadas al servicio de la ciudadanía, con la tarea de traspasarles conocimientos y destrezas, pero también de afrontar y explorar con ellos, serenamente, sin recelos doctrinarios ni aventurismos insensatos, las nuevas posibilidades que ofrece, de manera cada vez más trepidante, el mundo del pensamiento científico. Lo hará sin duda el Institut Borja de Bioètica. Con su directora, Nuria Terribas, fiel colaboradora del Padre Abel, y Marga Bofarull, también ella médico, teóloga y religiosa, recientemente nombrada presidenta de esta institución.
No creo añadir nada a lo que ya se dijo suficientemente ayer tarde. Sólo quiero dejar constancia personal de ello. Y proclamar en voz alta mi agradecimiento: gracias Padre Abel!

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