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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
La espiritualidad siempre ha estado presente en la sociedad, pero en los últimos tiempos ha regresado a un primer plano. Desde muchas ópticas, se invoca a la espiritualidad como un plus de excelencia, como un signo de calidad humana, como una muestra de inquietud superior. Habría que convenir para un diálogo fructífero en definir su significado. Reproduzco dos: «Exercitació de l’esperit amb vista a la perfecció o l’enriquiment moral o religiós» (DIEC2) y «Modo de vivir arreglado a los ejercicios de perfección y aprovechamiento en el espíritu» (RAE). Existen algunos elementos comunes y algunos matices diferenciales. No obstante, la espiritualidad puede convertirse en una realidad difusa porque, en ocasiones, amputa dos elementos constitutivos.
Primero, una espiritualidad sin raíces, desvinculada de su fuente. Se trataría de una realidad espontánea que no es el fruto de un origen profundo ni la consecuencia de una vitalidad interior. Se reduce a un deseo del yo sin capacidad de trascendencia. Este hecho convierte la espiritualidad en una actitud autoreferencial. Las personas que se ajustan a estos parámetros pugnan por la autorrealización, leen libros de autoayuda, se apuntan a cursos… De manera tan inconsciente como progresiva, se va consolidando una actitud narcisista. Se utilizan espejos. No se abren ventanas. Poco a poco, se adoptan posturas de superioridad moral. Se realizan ejercicios, ritos y celebraciones… Los más aprovechados atisban que hay un algo más y se refugian en planteamientos transpersonales. La propuesta de Pablo da la vuelta a este concepto de una espiritualidad autorreferencial: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,19-20). La imagen del crucificado representa la antítesis de la persona replegada sobre sí. Manos y pies clavados en apertura total impiden encerrarse en sí mismo. La fuente, Cristo, traspasa la realidad del yo.
Segundo, una espiritualidad desencarnada, vaporosa, que se libra de las realidades concretas de la vida. Reproduce la visión neoplatónica al reducir la persona al alma y al considerar que el cuerpo es negativo. Es decir, considera que los aspectos materiales, las dimensiones institucionales… se encuentran totalmente alejadas de la espiritualidad. Van por libre. Se construyen su propio mundo. Evitan los inconvenientes y los límites de lo material. Resulta tan fácil creer en Dios sin creer en la Iglesia, elaborar una vida personal prescindiendo de los demás. Ensalzan la filiación, pero prescinden de la fraternidad. Vuelan por los cielos de la mística, pero son incapaces de aterrizar. El contacto con la realidad, poner los pies en tierra… no es divertido, pero es la prueba que contrasta la veracidad de la espiritualidad. Como el niño que es feliz mientras se columpia y que se niega a bajar de su sueño infantil.
El desafío: vivir una espiritualidad plena, sin amputaciones ni sucedáneos.
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