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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
Un objetivo primordial de la educación consiste en favorecer que las personas asuman su propia libertad, ya que la libertad se encuentra en su núcleo esencial. No obstante los sistemas prefieren tener personas manejables, que se puedan manipular de acuerdo con sus intereses. Una persona libre es imprevisible, reclama respeto, se mueve por criterios procedentes de su interior y es consecuente con sus decisiones. Para ello, hay que ser consciente de uno mismo, de las motivaciones que entran en juego a la hora de tomar decisiones, de la constelación de valores que refulgen en el firmamento de cada uno, de las presiones sociales para optar en una dirección determinada. ¡Existen tan pocas personas libres!
Gurdjieff distinguía con claridad entre el hombre consciente y el hombre mecánico. Sólo el primero es libre. El segundo vive sumergido en la ilusión de serlo, pero sus pensamientos, sentimientos y acciones son automáticos. Un ejemplo: ¿por qué existe el racismo? Porque imperan en mí pensamientos automáticos de que las personas distintas, procedentes de otros países, integrantes de otras razas, son seres amenazantes para mi seguridad. Si fuera consciente del valor y de la dignidad de cada persona… ¿qué pensaría? ¿Me dejaría llevar por mis sentimientos automáticos? Hay quien mira con ojeriza a un inmigrante en el metro, pero aplaude con entusiasmo a un ídolo deportivo, aunque sea también inmigrante. Incongruencias.
No hay educación posible de la libertad sin despertar la conexión con el propio mundo interior. Conocer los propios impulsos permite darse cuenta de las verdaderas motivaciones en el momento de elegir. Sin vida interior, los automatismos se multiplican por doquier. Los emporios de la economía trabajan para crear un espejismo de la libertad. Ofrecen decenas de canales de televisión, reduciendo la libertad de escoger entre unos u otros. Pero nunca plantean el dilema de fondo: quiero conectar o no el televisor. Se da por hecho que sí. ¡Faltaría más! Se habla de las ventajas de comprar productos de calidad con grandes descuentos, en épocas de rebajas. ¿Y si no se quiere comprar nada? No puede ser. ¿Quién va a desperdiciar ventajas tan sustanciosas? A partir de ahí, ponemos en función la visa o el monedero. Participamos del festival de las aglomeraciones. La libertad, sin embargo, también debe contemplar la posibilidad de no comprar nada.
Una persona que no sea libre queda mutilada en su ser más profundo. Sin libertad no hay moral ni responsabilidad. Decidir implica asumir las consecuencias de los propios actos. Por esto existe el miedo a la libertad. ¡Cuánta gente prefiere convertirse en marioneta, movida desde fuera por hilos invisibles! La libertad tiene sus límites. No es omnipotente. Surge desde el corazón de cada hombre y de cada mujer, pero con frecuencia sufre profundas interferencias. Pablo definió con claridad su grandeza: «Para ser libres, os liberó Cristo» (Gal 5,1). Hay que luchar contra toda esclavitud personal o social.
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