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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
En los estudios de la CBS, en Manhattan, NY, un joven locutor de 23 años, Orson Welles, anuncia la llegada de marcianos al estado vecino de Nueva Jersey con la intención de atacar con rayos y gases a la ciudad de Nueva York. El calendario señala el 30 de octubre de 1938. El pánico general es la consecuencia. El mensaje no ofrece dudas: los seres extraterrestres son peligrosos y violentos. Años después, en 1982, Steven Spielberg dirige la película ET, en la que se narran las aventuras de un entrañable personaje extraterrestre, cuya nave espacial en la que viaja cae en un bosque de California. Las botas militares lo persiguen. Sólo los niños son capaces de entenderlo y amarlo. Dos maneras de ver a los seres extraterrestres en el campo de la ficción.
Este mecanismo psicológico se repite en el ámbito de la fe. A modo de Orson Welles, Dios es visto como un ser duro y amenazante, juez caprichoso e inapelable, violento y poderoso, dispuesto a castigar por la mínima a cualquier infractor. A modo de Steven Spielberg, Dios es visto como un ser tierno y amoroso, sensible e inteligente, sorprendente y amistoso. Estas dos imágenes de Dios, estas dos representaciones no dan los mismos resultados.
El Dios de Jesucristo, cuando irrumpe en la vida de una persona, desactiva en primer lugar el miedo, porque donde el miedo arraiga no hay libertad ni amor. «No tengáis miedo» se convierte en una expresión recurrente en la Biblia, especialmente en el evangelio. Frente a lo lejano, a lo desconocido, a lo extraterrestre, a lo divino… el miedo suele aparecer como la primera reacción. El miedo late en el fondo del corazón de muchas personas creyentes. «Dios me ha castigado» expresa este estado anímico, esta concepción de un Dios vengativo y violento. Jesús, en cambio, pide confianza y habla de Dios como padre bueno, cuya fuerza de amor no está supeditada al comportamiento de sus hijos. La misericordia divina queda patente: «¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?» Zacarías, en el canto del Benedictus, proclama «el amor entrañable de nuestro Dios». Un amor eterno que no hay que traducir por blandenguería, sino que busca en profundidad el bien de la persona amada.
Surgen las preguntas: ¿Cómo es mi relación con Dios? ¿Me mueve el miedo o la confianza? Cuando Dios afirma «misericordia quiero y no sacrificios», ¿cómo lo entiendo? El buenismo irresponsable tampoco se ajusta a la imagen auténtica de Dios. La bondad es otra cosa. Este Año de la Fe se convierte en una magnífica invitación a calibrar mi fe y a descubrir si en su núcleo está ínsita la confianza en Él.
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