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(Sigue el artículo anterior) Ahora pues, conviene aplicar el cambio de paradigma en el campo de la arquitectura religiosa. Considero que debemos ser mucho más conscientes del tipo de comprensión de arte que hemos heredado. Demasiado a menudo los edificios que los arquitectos diseñan son como 'piezas de museo,' acabadas, cerradas, sin posibilidad de ser perfectibles pues no son espacios surgidos de la vida de una comunidad de creyentes. Demasiado a menudo, el arquitecto piensa que el emplazamiento es sólo la situación geográfica, y olvida lo importante que es el contexto histórico, social, económico y religioso de sostiene y hace posible el edificio. Demasiado a menudo, el arquitecto es el genio que inventa un artefacto estrambótico, y la comunidad no tiene más remedio que someterse a las reglas del espacio creado por alguien ajeno a la vida de la asamblea. Demasiado a menudo el arquitecto se cree el dueño del edificio e impone normas absurdas (implícitas o explícitas) de todo lo que no se puede hacer en ese espacio. En definitiva, demasiado a menudo el edificio, la arquitectura, en vez de posibilitar convierte impedimento, en vez de ser "iconostasio abierta" se convierte en piedra de tropiezo.

Pero la fe de la gente es siempre imprevisible, va donde quiere, pues es inspirada por el Espíritu. Por eso mismo me resulta muy sugerente cuando los edificios tan 'bien pensados' por los arquitectos empiezan a acumular sucesivas capas de memoria, a menudo contradictorias ya mostrar signos de su uso cotidiano. Como muy bien dices tú es la comunión (común-unión) la que consagra y santifica el edificio. Me consuela ver por ejemplo cuando en una parroquia del norte de México asolada por la violencia y los secuestros, un mural a los pies del altar con los nombres y las fotografías de los desaparecidos de la comunidad preside la celebración eucarística. Cuando una anciana se acerca a la imagen del santo de su devoción y le comparte sus confidencias todo encendiendo una vela. Cuando la disposición de una iglesia permite celebrar una vigilia de oración de estilo Taizé sin tenerle que hacer violencia al espacio. Cuando por la fiesta mayor, los cabezudos y gigantes acaban su baile dentro de la iglesia recibiendo la bendición. Cuando los sin techo acampan en los pies de las iglesias para recordándonos que ellos son los miembros más dignos del Cuerpo de Cristo. Cuando una comunidad incorpora la danza en sus celebraciones dominicales y éste expresa bellamente la imagen de una asamblea en marcha. Cuando los cientos de miles de inmigrantes que arriesgan su vida camino del sueño americano dejan algún recuerdo en forma de exvoto a los pies de un santo o de María antes de retomar el camino. Cuando los cristianos en un campo de refugiados se reúnen bajo un techo de hojas de palmera y compartiendo su dolor consagran ese espacio y hacen tierra sagrada. Cuando el pueblo sencillo se resiste a que su madre, la Madre de Jesús, quede fuera de una catedral que costó más de doscientos millones de dólares. Cuando los restos del obispo Romero son intencionalmente desplazadas en el sótano de la catedral de San Salvador pero la gente se sigue acercando a hora y deshora para encomendar a él. (El próximo post será el último de esta serie)

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