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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
Sin credibilidad no hay solución a los problemas que vivimos. Lo peor de la crisis actual no es la deblacle económica, sino la pérdida de confianza generalizada, especialmente en los actores públicos. ¿Cómo son vistos por mucha gente? Los políticos, como unos depredadores ansiosos de poder y sillones, a cualquier precio. Los banqueros, como unos codiciosos en acumular ganancias y riquezas a costa de los demás. Los periodistas, como la voz de su amo que deforman la verdad de los hechos por intereses bastardos. Los empresarios, como adoradores del becerro de oro ante el que sacrifican sin conciencia a los empleados. Los sindicalistas, como aprovechados y manipuladores que viven del cuento. Los jueces, como un insulto a la justicia por su parcialidad y subordinación a presiones ajenas. Las autoridades religiosas, como personas dogmáticas y carentes de transparencia. El sistema en el que estamos inmersos, como una marioneta manejada por fuerzas ocultas. Un panorama decepcionante.
En el diagnóstico, hay dosis de verdad, pero no es toda la verdad. La generalización simplifica los hechos y no permite comprenderlos. En principio, porque el problema se reduce a una realidad externa: los demás. En la mayoría de casos, falta una mirada interna, que descubra mis propias incoherencias, la proyección de mis frustraciones en los otros, el juez inapelable que llevo dentro y que dicta sentencias a diestro y siniestro. Sin autocrítica, mis valoraciones carecen de credibilidad. Hay preguntas que cabe formularse: ¿Los demás merecen mi confianza? ¿Soy yo una persona digna de confianza? ¿Acostumbro a confiar en los demás?
El pasado 17 de marzo la Fundació Claret celebró en Barcelona su XIV simposio bajo el lema: “La credibilidad: un reto decisivo para los cristianos de hoy”. Excelente nivel de reflexiones. Me quiero detener en dos apreciaciones de Vicenç Villatoro, brillante en su exposición. Primera, cada área específica de conocimiento tiene su propio perfil de credibilidad, sea novela, cine… Segunda, el discurso religioso no debe interferir el ámbito científico ni el ámbito político, aunque debe defender el suyo propio.
Creo que la racionalidad de la fe cristiana permite realizar una tarea transversal siempre en el respeto a las características propias de la política o la ciencia, sin dejarse absorber por ellas. No se trata de fragmentar, pero tampoco de invadir competencias. Ser celoso del espacio propio exige, por contrapartida, no inmiscuirse en el terreno específico de los demás. Convertir la Biblia en un libro científico permitió descalificar como erróneo el heliocentrismo, defendido por Copérnico y Galileo. El tiempo les daría la razón. Las mayorías políticas no pueden definir las verdades religiosas, como a veces han pretendido, o arrinconar la religión al ámbito privado, desposeyéndola de toda proyección pública. Las posibilidades de la ciencia están sometidas también a consideraciones morales, pero son dos ópticas distintas.

Existe un paso más, muy importante: la credibilidad de las personas. Pedro, en el llamado concilio de Jerusalén, cuando la discusión se había hecho muy viva, se levanta y dice: “Dios me escogió entre vosotros para que los paganos escuchasen de mis labios la palabra del evangelio y creyesen” (Act. 15,7). ¿Cómo el anuncio evangélico puede ser creíble? ¿Cómo puede serlo la Iglesia de hoy y los mismos cristianos? Si la nueva evangelización se centra en métodos o técnicas de transmisión, fracasará. Sin mensajeros creíbles, que no estoy diciendo perfectos, el mensaje se perderá.

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